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Tres volúmenes, principalmente en formato digital, incluyen redes de contenidos vinculados al proyecto Commonwealth.

Estás leyendo: Volumen Dos

Fecha de Publicación: 12/18/20

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Cálculos pandémicos

By: Por: Yarimar Bonilla

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  • El 2020 en Puerto Rico comenzó con una sacudida. El mes de enero trajo el inicio de un “enjambre” sísmico que afectó la costa sur y derribó edificios, escuelas y emociones. En solo un mes, la Red Sísmica local registró más de 2,500 eventos sísmicos. De éstos, más de 272 se sintieron con magnitudes entre 2.0 y 6.4. La mayoría de los terremotos se produjeron de madrugada. Como resultado, miles de personas terminaron durmiendo en sus carros, en casetas de campaña o en los bancos de algún parque, temerosas de volver a entrar a sus hogares. Es decir, si sus hogares estaban todavía en pie.

    Al igual que con el huracán María, a los temblores le siguieron escándalos de corrupción política, mala administración de la ayuda de emergencia y el fracaso de las agencias estatales. Una vez más, los residentes se vieron obligados a tomar las riendas de la recuperación y el cuidado de la comunidad. El Departamento de Educación daba largas a la inspección de las escuelas dañadas por el terremoto, por lo que grupos de padres y organizaciones comunitarias comenzaron a organizar la educación desde el hogar y a donar carpas para aulas improvisadas al aire libre. Mientras el gobierno obstaculizaba la entrega de ayuda, caravanas de ciudadanos se aglomeraban para llevar suministros de emergencia a los vecindarios afectados por el terremoto.

    Inesperadamente, pero sin sorprender a nadie, la tierra siguió temblando; los ciudadanos eventualmente se acostumbraron a la inestabilidad del terreno. El huracán María había enseñado a muchos a vivir sin electricidad ni agua potable. Ahora los terremotos nos obligaban a dormir con los zapatos puestos y las mochilas de emergencia junto a la puerta. Después de todo, los puertorriqueños somos expertos en resiliencia. Hemos aprendido a vivir con el fracaso del estado. Nos hemos acostumbrado a las crisis. Debido a esto, cuando comenzó el brote de Covid-19 en marzo, enseguida se asumió como un capítulo más de nuestro desastre agravado.

    Esta sensación de estar viviendo capas de crisis quedó retratada en los memes que comenzaron a circular en las redes sociales a raíz de la pandemia. Por ejemplo,  la portada de un libro para una guía ilustrada imaginaria de la historia reciente de Puerto Rico. Presenta tres objetos emblemáticos: Primero, un recipiente de gasolina, como los que se usaron para encender los generadores durante los cortes de luz después del huracán María. En segundo lugar, la mochila de emergencia que debíamos tener lista en caso de terremoto. Y, por último, una mascarilla quirúrgica, el más reciente objeto de supervivencia que debemos adquirir para mitigar el peligro de la nueva amenaza contra la ciudadanía.

    Al igual que otras formas de crisis y emergencia, la pandemia es un evento producido socialmente, impulsado no por fuerzas biológicas o amenazas naturales, sino por las arraigadas desigualdades sociales que moldean la forma en que vivimos dichas amenazas. Por lo tanto, la pandemia también es un desastre según lo describen algunos antropólogos y otros científicos sociales: un evento totalizador y disruptivo que revela las fragilidades de siempre y crea nuevas posibilidades económicas y políticas. Los desastres no solo destruyen o dañan, también revelan. Remueven los velos de la costumbre y la rutina y arrojan nueva luz sobre lo que de otro modo pudiera permanecer oculto.

    Gracias al huracán María, muchas personas comenzaron a ver la relación colonial de Puerto Rico bajo una nueva luz. En todo Estados Unidos, muchos «descubrieron» que su nación era en realidad un imperio.[1] Como sostiene el historiador Daniel Immerwahr (2019), una de las particularidades de Estados Unidos es la forma en que ha “ocultado” exitosamente su imperio. El mismo nombre del país sugiere una federación de estados soberanos, cuando en realidad, como entidad política, es un conglomerado de estados, territorios, naciones indígenas y otras jurisdicciones definidas de manera ambigua. Este desorden se esconde detrás de su nombre contradictorio (o su falta de nombre, como han sugerido muchos escritores latinoamericanos) y en lo que Immerwahr describe como el “mapa ícono” de los Estados Unidos, donde no pueden verse sus territorios más lejanos.

    Sin embargo, antes de llegar a ocultar el imperio, había que crearlo. En su primera era de expansión colonial, Estados Unidos se preocupó menos de ocultar sus posesiones coloniales que de reconciliar sus contradicciones. Al mismo tiempo que presumía de ser «La tierra de la libertad», donde el dominio colonial británico fue desafiado con éxito, Estados Unidos también estableció su «destino manifiesto» de expansión territorial. Sin embargo, las tensiones afectivas entre estas afirmaciones de libertad, imperio, progreso y expansión, a la vez que promulgaban el trabajo forzado, la guerra colonial y el genocidio contra las poblaciones nativas, no resultaban tan fáciles de reconciliar.

    Así, los líderes políticos estadounidenses quedaron atrapados en un contrasentido liberal/supremacista blanco: por un lado, el destino manifiesto les otorgó la misión (y el deber) de expandir sus territorios, al igual que hacía Europa imperial. Pero los principios de igualdad y antiimperialismo declarados por la nación dificultaron justificar la incorporación de nuevos territorios sin que éstos formaran parte de la unión de estados. Como resultado, la expansión a lugares como Puerto Rico, Cuba y Filipinas trajo dudas acerca del carácter y la pureza de la nación. La incorporación de sociedades de “razas extranjeras” iba en contra del pensamiento racista de la época, centrado en la eugenesia y las ideas de pureza racial. Al mismo tiempo, la adquisición de estos territorios sin incorporarlos políticamente era contrario a los principios democráticos liberales de su nueva nación.

    Las contradicciones suelen considerarse como situaciones de impasse, pero no siempre es así. Los momentos aporéticos también pueden ser generativos. En este caso, se inventó una nueva categoría legal: la de los «territorios no incorporados». Esto permitiría diferenciar entre asentamientos como Arizona, Nuevo México y Oklahoma, que habían sido incorporados, pero aún no eran estados porque estaban todavía en proceso de asentarse, y lugares no-incorporados y por lo tanto no estaban destinados a la anexión. Se decía que estos últimos “pertenecían a pero no eran parte de” Estados Unidos. Fueron descritos como «extranjeros, en sentido doméstico» y clasificados bajo una categoría legal particular —no apta para la ciudadanía ni para la soberanía.

    En 1952 En Puerto Rico se creó el «ELA» (acrónimo de Estado Libre Asociado), estatus actual de la isla, como respuesta a las tendencias globales de autodeterminación. En inglés, este estatus fue denominado commonwealth: una frase vacía que evoca simultáneamente fórmulas de estadidad, independencia y dominio. De manera similar, la traducción al español como “Estado Libre Asociado” también evocaba ideas múltiples, al sugerir que de ese momento en adelante Puerto Rico sería Libre, Estado y Asociado —cuando en realidad no era ninguna de las anteriores. La semántica resbaladiza del ELA fue un intento explícito de apaciguar la lucha por la independencia, que en ese momento contaba con gran apoyo de la población local, al mismo tiempo que apelaba también a quienes favorecían la estadidad, una fórmula que estaba ganando adeptos en la isla, incluso cuando el Congreso se oponía firmemente a la idea.

    Al momento de su fundación, el ELA fue descrito como un acuerdo «con naturaleza de pacto»—un eufemismo legal que buscaba enmascarar el hecho de que no era un acuerdo entre dos partes iguales, ni siquiera una pieza legislativa vinculante. El lenguaje de la Ley 600 era tan impreciso que el politólogo Peter Fliess escribió en ese momento: «Incluso si fuera vinculante, todavía no pudiéramos determinar qué se vincula».[2]

    Luis Muñoz Marín, principal proponente del ELA y el primer gobernador electo de Puerto Rico, aseguró a los puertorriqueños que este nuevo estatus pondría fin definitivo a “todo rastro de colonialismo”, garantizando libertad, dignidad, igualdad y unión permanente con Estados Unidos. Sin embargo, en Washington los patrocinadores del proyecto aseguraron al Congreso que la ley dejaría intacta la relación entre Puerto Rico y Estados Unidos y el propio Muñoz Marín testificó en una audiencia del comité del Senado que “si el pueblo de Puerto Rico se volviera loco, el Congreso siempre puede volver a legislar”.⁠[3]

    El resultado principal del escurridizo y ambiguo ELA fue más bien simbólico. El cambio de discurso permitió a los Estados Unidos solicitar exitosamente a las Naciones Unidas que removieran a Puerto Rico de la lista de sociedades sin gobierno propio, liberando así a los Estados Unidos de la responsabilidad de presentar informes de rutina sobre sus condiciones políticas. El simbolismo de la fecha de la ratificación de la ELA el 25 de julio —el mismo día del desembarco de la Marina de los EE. UU. en la costa sur de Puerto Rico en 1898— sirvió para encubrir el estatus colonial de Puerto Rico, a la vez que se creaba un palimpsesto inadvertidamente.

    Aunque a menudo se le considera como una relación de excepción, la creación de la ELA formó parte de un proceso más amplio de experimentación política tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Más o menos al mismo tiempo que se estableció el ELA, tanto las Antillas Holandesas como las Francesas practicaban formas similares de incorporación no soberana en sus metrópolis, mientras que en el Caribe Británico se formaban la Federación de las Indias Occidentales y más tarde la Mancomunidad de Naciones. A la vez, territorios que luego se convirtieron en naciones independientes forjaban formas de descolonización que defendían la «independencia de la bandera» pero limitando severamente la autonomía económica y otras formas de soberanía.

                      A mediados del siglo XX, tanto las élites políticas locales como las antiguas potencias imperiales ofrecieron a los residentes de ambas, las naciones independientes y los diversos commonwealths, departamentos y otros experimentos poscoloniales en el Caribe, la promesa de un futuro post-colonial brillante. En toda la región, el modernismo, el desarrollo y el crecimiento económico parecían asomarse en horizonte post-colonial. En las primeras décadas después de la creación del ELA, Puerto Rico pasó por un proceso veloz de industrialización y progreso económico, en gran medida como consecuencia de las políticas e incentivos fiscales del Nuevo Trato de la posguerra, que atrajeron industria estadounidense a la isla. Estos resultados fueron celebrados como ejemplos del desarrollo capitalista liderado por Estados Unidos. Puerto Rico se vendió como una alternativa a la avanzada de la izquierda en otras partes de la región. Una grabación promocional sobre Puerto Rico de la década de los 1970s incluso describe y representa al territorio como la «Isla del Progreso», un lugar de rápido desarrollo y crecimiento imparable.⁠[4] Sin embargo, los principales beneficiarios de estas políticas no fueron los residentes de Puerto Rico, sino las empresas estadounidenses que obtuvieron beneficios, exenciones fiscales y un mercado cautivo para sus productos.

    Al igual que en otras partes del Caribe, las promesas de descolonización en Puerto Rico  comenzaron a desvanecerse pronto. Ya en la década de 1970—mientras la economía mundial experimentaba importantes conmociones por el aumento de los precios del petróleo— quedaba claro que el desarrollo a través de la inversión extranjera no conducía a un crecimiento sostenible. En los noventa, cuando la Administración Clinton eliminó los incentivos fiscales que una vez atrajeron a las industrias manufactureras a la isla, la economía de Puerto Rico empezó a experimentar una recesión histórica. Como resultado, las administraciones locales recurrieron a tomar prestado grandes cantidades de dinero —con ayuda directa de Wall Street—para compensar y enmascarar una base económica colapsada.⁠

                      En el 2015, el gobernador de Puerto Rico declaró que el territorio corría el riesgo de caer en lo que los economistas han llamado una “espiral de muerte financiera”.  Para muchos, esto solo confirmó la inminente sensación de fatalidad que por décadas ya se sentía en la sociedad. Luego de que el gobernador anunciara que la deuda de Puerto Rico era «impagable», el gobierno federal le negó a la isla el derecho a declararse en quiebra. En cambio, se aprobó lo que se conoce como la ley PROMESA (por sus siglas en inglés: Puerto Rico Oversight, Management, and Economic Stability Act) que impuso una junta de control fiscal designada de manera no democrática para administrar las finanzas de la isla. Para muchos, esto representó el retorno a una era anterior de dominio colonial explícito.

    Nuestro estatus colonial, durante tanto tiempo adornado por eufemismos y entuertos legales, fue repentina y violentamente ratificado por el gobierno federal, dejando claro que no teníamos la posibilidad de negociar los términos de nuestra ejecución hipotecaria. En un limbo político sin las protecciones de un estado ni la soberanía fiscal de una nación, nos descubrimos incapaces de definir la naturaleza de nuestras deudas, la severidad de nuestra austeridad o los límites de nuestra resistencia.

    Después del huracán María, cuando el presidente Trump llegó a Puerto Rico arrojando papel toalla en vez de facilitar la ayuda de emergencia, muchas personas en los Estados Unidos se escandalizaron. Pero en Puerto Rico, el espectáculo de Trump fue simplemente una versión literal de la violencia de estado que por tanto tiempo nos ha subyugado a la nación norteamericana. Sus tretas y sus tweets son solo una extensión de la manera en que el Congreso implementa los programas federales como si fueran benevolencia colonial, más que una responsabilidad nacional.

    En Puerto Rico, algunos han especulado que el COVID-19 podría convertirse en el «momento María» de los Estados Unidos. Es decir: llegar al punto en que los residentes se dan cuenta de que viven en un «estado fallido», con infraestructura destruida, agencias estatales ineficientes y un población que salió de la crisis económica de 2008 con marcadas desigualdades entre quienes pueden sobrevivir un huracán, un terremoto o una pandemia, y quienes no.[5]

    Este también podría ser el momento en el que los estadounidenses descubren que el futuro es una promesa cancelada. Los puertorriqueños, y muchas otras personas alrededor del mundo, ya saben que el cambio climático, las políticas neoliberales de austeridad, el desmantelamiento de las redes de seguridad social y el insostenible capitalismo global son el preludio de un futuro preocupante. Mucho antes de María, los jóvenes de Puerto Rico ya se enfrentaban a la imposibilidad incluso de encontrar empleo, mucho menos de lograr un mejor nivel de vida que sus padres. Por lo tanto, resulta sumamente irónico el titular del Wall Street Journal lamentando la situación de los millennials que, aun graduados de las mejores universidades en Estados Unidos, ahora parecen estar “caminando hacia un huracán” debido a la crisis de COVID.[6]

    Este sentimiento de déjà vu no es exclusivo de Puerto Rico. Dentro del propio Estados Unidos, lo que para algunos es una crisis repentina, para otros es simplemente la extensión de un estado previo de inseguridad. Mientras algunas personas recién comienzan a descubrir un gobierno negligente capaz de poner sus vidas en riesgo, los residentes de Flint Michigan se enfrentan a la pandemia en el sexto aniversario de su crisis de agua aún sin resolver. Paralelo a la controversia que plantea la posibilidad de alcanzar “soberanía estatal”, las comunidades indígenas pulsean con su diezmada capacidad para administrar sus propios asuntos y cuidar de sus comunidades. A la vez que algunos apenas empiezan a dilucidar los límites del federalismo, otros saben desde hace mucho tiempo que Estados Unidos es un imperio federado cuya estructura está creada precisamente para garantizar una distribución desigual de los derechos.

    Es cierto que la pandemia también es un desastre en sentido amplio: un evento catastrófico repentino, pero también una revelación de fracasos, un episodio que exacerba las desigualdades ya existentes y un ajuste de cuentas. Actualmente, muchas personas en todo el mundo están luchando con sentimientos de duelo colectivo y experimentando dolor por la pérdida de seres queridos, por el sacrificio de personas desconocidas, por objetivos, proyectos personales y planes a futuro que se desvanecen. Para algunos, esto representa solo una crisis repentina, pero para otros es un capítulo más de una narrativa mayor de shock, trauma y resistencia forzada.

    Sin embargo, debemos tener cuidado de no romantizar este déjà vu consciente a través de los gastados tropos de resiliencia que minimizan el daño de los traumas repetitivos, el lento desgaste producido por la violencia estructural y el riesgo que conlleva ser tildado de «esencial» y prescindible. Precisamente, es en parte su sobrerrepresentación como trabajadores esenciales en industrias de salud, limpieza y servicios alimentarios, lo que ha colocado a los afroamericanos, latinos y otros grupos minoritarios en mayor riesgo de exposición al COVID-19. Pero es su vulnerabilidad previamente constituida lo que hace que esta exposición sea mucho más mortal.

    En el contexto de Puerto Rico, la crisis de COVID ha sido descrita en memes y otras representaciones populares simplemente como la más reciente «temporada» de un drama de larga duración que incluye huracanes, terremotos, protestas masivas contra la corrupción del gobierno y muchos años de austeridad y gobernanza colonial. Sin embargo, la forma en que se vive la pandemia en este espacio de catástrofes sedimentadas podría ofrecer algunas lecciones a un mundo que ahora enfrenta colectivamente un futuro post-desastre.

    Resulta revelador que en Estados Unidos haya habido dos tipos de protesta a raíz del COVID-19. Por un lado, manifestantes que anhelan el regreso a la «normalidad» y que resienten el cierre como una restricción de sus «libertades» individuales. En otra dimensión, hay personas que apoyan las huelgas de renta, que exigen mayor asistencia social y que luchan para que los trabajadores esenciales tengan más acceso a equipos de protección, demostrando la injusta distribución de los riesgos del virus como de la carga del encierro.

    El mismo día que manifestantes armados irrumpieron en la capital de Michigan, grupos de activistas en Puerto Rico organizaron una «caravana por la vida» para exigir más pruebas, más responsabilidad del gobierno y mayor asistencia social para quienes a diario batallan con la inseguridad alimentaria, la violencia doméstica y la brutalidad policial durante el encierro. Gran parte de este trabajo ha sido llevado a cabo por activistas feministas y LGBTQ que también han aprovechado el encierro para educar a la población sobre el aumento en la violencia de género y la violencia transfóbica en el país, para denunciar a los depredadores y buscar justicia para las víctimas de crímenes de odio.

    Mientras algunos buscan circunscribir la política del encierro a un falso debate entre la salud social y la salud financiera, o entre los límites de los derechos individuales versus los derechos colectivos, los activistas puertorriqueños cuestionan los términos mismos de estos debates. En todas las comunidades donde el COVID-19 llegó con déjà vu, los manifestantes enfatizan cómo la violencia de género, la pobreza, la falta de alimentos, el colonialismo, el racismo y la austeridad ya atentaban contra la salud de la comunidad, mucho antes de la llegada del nuevo virus.

    Estas comunidades también están forjando nuevas formas de pensar sobre las obligaciones del estado, al desenmascarar el guión de la resiliencia forzada que durante tanto tiempo ha impuesto una carga desigual de cuidado y supervivencia sobre los individuos. En vez de resignarse a aceptar que los ciudadanos tienen la responsabilidad de ayudar a «aplanar la curva», también demandan que el gobierno «suba el nivel» y trabaje para brindar una infraestructura y una red de seguridad social que pueda protegernos de futuras pandemias, desastres y la arraigada crisis que ha creado la disparidad generalizada de salud y capital.

    En el presente, los puertorriqueños, al igual que muchas personas, están siendo instados a salir del encierro precipitadamente, incluso cuando las tasas de COVID-19 continúan aumentando. Esto no se debe a que el estado haya tomado las medidas de salud pública necesarias; de hecho, Puerto Rico sigue ocupando el último lugar en términos de tasas de pruebas en los Estados Unidos y sus territorios. Todavía no se implementa correctamente un sistema de rastreo de contactos e incluso ha fallado el modelado estadístico básico y el intercambio de información. Sin embargo, al igual que en otras partes del mundo, los dueños de negocios ejercen presión para reactivarse, con el argumento de que los empleadores están mejor equipados para garantizar la salud y la seguridad de sus trabajadores. Por su parte, Washington propone legislación de inmunidad para proteger a los empleadores de enfrentar litigios si no lo hacen.

    Los debates sobre cómo reabrir la economía se desarrollan mientras los terremotos siguen sacudiendo la isla y la temporada de huracanes amenaza una vez más. De hecho, la mayor preocupación de muchos aquí no es simplemente cómo superar el COVID-19 para volver a una reconfortante normalidad, sino más bien cómo la crisis del COVID empeora los desastres preexistentes y dificulta aún más nuestra capacidad para responder a los desastres que aún están por venir.

    • [1] DImmerwahr, Daniel. How to hide an empire: A short history of the greater United States. Random House, 2019.
    • [2] Peter J. Fliess, “Puerto Rico’s Political Status under Its New Constitution,” The Western Political Quarterly vol. 5, no. 4 (1952): 635–656.
    • [3]Juan R. Torrella, “Why Puerto Rico does not need further experimentation with its future: A reply to the notion of territorial federalism,” Harvard Law Review Forum 131 (2017): 79.
    • [4] Youtube,“1970s Puerto Rico USA Promotional Film “Progress Island USA” San Juan 83994” subido por Periscope Film, 2019.
    • [5] George Packer “We are Living in a Failed State” The Atlantic June, 2020.
    • [6] “Class of 2020 Job Seekers may be ‘Walking into a Hurricane’ The Wall Street Journal 29 de abril, 2020
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    La organización y curaduría de Commonwealth se llevó a cabo por los co-directores de Beta-Local Pablo Guardiola, Michael Linares y nibia pastrana santiago y la anterior co-directora Sofía Gallisá Muriente; la curadora en jefe de ICA at VCU Stephanie Smith; Noah Simblist, Director del Departamento de Pintura y Grabado de VCUArts; y Kerry Bickford, Directora de Programación, Nicole Pollard, Coordinadora de Programas y Nato Thompson, Director artístico de Sueyun and Gene Locks en Philadelphia Contemporary.

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    Muchas gracias a todas las personas que contribuyeron a este proyecto con su presencia, su voz, su creatividad y sus cuidados a través de colaboraciones con Beta-Local y ICA ver lista completa aquí

    Este proyecto fue realizado gracias al financiamiento parcial de William Penn Foundation y Virginia Commonwealth University; la iniciativa local de redistribución de fondos en Filadelfia cuenta con el apoyo de Penn Foundation.

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